miércoles, 22 de agosto de 2007

Suerte del GPS

Acólitos de los koalas, sectarios de los kiwis
Yuuujuuu, yuuujuuu. Ya estaaamos aquiiiii. Dormidos, con el estómago revuelto, la vista desenfocada, la espalda dolorida, las mochilas perdidas, las uñas largas, la cartera vacía.... pero más sabios y más chulos, cargados de mundología y de souvenirs baratos, con la retina saturada de paisajes esplendorosos, los riñones procesando vinos excelsos y la conciencia barruntando si todo ha sido un sueño. Antes de una última entrada de valoración global del viaje, que incluirá interioridades y contenidos extras que harán las delicias de todos vosotros, esos fans amorosos que nos habéis dado fuerzas desde el otro lado del mundo con vuestras visitas y comments, we love you, antes, decía, cabe hacer una breve sinopsis de la fugaz estancia angelina.
Cuando aterrizamos en L.A. lucía un sol infernal que entraba en franca contradicción con los calcetines de lana y los jerséis de ídem que llevábamos puestos como herencia del invierno neozelandés. Ni cortos ni perezosos, nos dirigimos a alquilar un coche en el mismo aeropuerto. Para resarcirnos de los bugas Priscilla Reina del Desierto conducidos hasta entonces, necesitados de una reafirmación de nuestra masculinidad en alarmante retroceso, nos proveimos de un Pontiac, sí, sí, de la misma familia de El Coche Fantástico, una fardada de vehículo que nos tuvo quince minutos averiguando cómo diablos se sacaba el freno de mano y se desbloqueaban las marchas. El pánico a perdernos sólo salir, absorbidos por esas macroautopistas de cinco carriles con mareantes scalextric, quedó disipado gracias al GPS, desde ya el mayor invento de la humanidad junto al bacalao a la muselina de ajos. Y así, tras una hora de infernal caravana (imposible moverse sin coche por L.A. y también pesadillesco hacerlo por los exasperantes atascos) llegamos a nuestro hotel, sito en el 90212 de Berverlly Hills, tocando al mítico territorio de Sensación de vivir, un artificioso y pulcro barrio pijo flanqueado por palmeras. Paseamos por Rodeo Drive, el paraíso del lujo aberrante, coto de familias saudíes. Llamados por la curiosidad, nos unimos a una cola para entrar a una minúscula pastelería exquisitamente decorada, Sprinkles. Dos suculentos pastelillos justifican la espera. Vuelta al coche y a una estupenda caravana para cumplir el gran objetivo de un servidor: recorrer Mulholland Drive, carretera que serpentea por Hollywood, la cual ha inmortalizado David Lynch y REM, entre muchos otros. A punto estamos de no encontrarla tras dar vueltas y más vueltas, pero se consigue y nos garantiza unas vistas sobrecogedoras de la ciudad iluminada a nuestros pies. A la vuelta cruzamos el horrendo Hollywood Boulevard con su deslucido paseo de la fama que culmina en el Kodak Theatre y el Teatro Chino, odas a la horterada y el camelo.
Cena de despedida en un restaurante chic donde ofrecemos un homenaje a nuestros respectivos estómagos y le damos una buena tunda a la tarjeta de crédito. A la salida, copeo por Sunset Boulevard: degustamos dos mojitos fantásticos en un hotel de diseño, pero nos quedamos con las ganas de entrar en un bar de copas proyectado por Philippe Starck. Un segurata vacilón nos franquea el paso con las dichosas cadenas forradas de terciopelo y tajantemente aborta cualquier discusión con un rotundo "Reservations Only". Pese a estar a escasas calles del hotel y contar con el bendito GPS, la ingestión alcohólica y el cansancio acumulado nos llevan a pasar una hora entrando y saliendo de la autovía. Si no nos matamos a puñetazos entonces, dudo que jamás lleguemos a hacerlo. El despertador no suena y nos levantamos a diez minutos del check out. Con apenas dos horas y media de tiempo antes de dirigirnos al aeropuerto, damos una vuelta por Venice Beach -una versión maxi de Castelldefels, si bien más cutre y terrorífica, paraditas para hacerse tatuajes, comprar bisutería o dejarse tirar las cartas, un circo de freaks con una entrada de tres dólares, una fauna estrafalaria, requemada y vulgar a más no poder, ni rastro de las patinadoras de los anuncios de Campari ni de las neumáticas vigilantes de la playa- y cubrimos un tramo de la autovía que atraviesa Malibú. Resumen: Los Angeles no es el que era en el cine clásico hollywoodense ni en las novelas negras, ay. Nos refugiamos gustosamente en LAX, ansiosos de proceder a las doce horas de vuelo que nos aguardan.
Aprovechad los vales descuento del super, invertid en fibras de vidrio y depilaos sólo donde toque. Besos y abrazos con trampa, pues ya estamos de vuelta.

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